martes, 25 de septiembre de 2012

ABUSO SEXUAL INFANTIL: EL SILENCIO SUFRIENTE


Para todos los adultos que, niños aún, 

siguen temblando bajo las sábanas 

intentando entender 

qué les pasó. 


Clr.Ana Goldenberg
(nota publicada en pisotrece.com.ar)

ESTA NO ES UNA NOTA DE HUMOR 

La advertencia para incautos viene desde el título. Esta cronista (por llamarme de algún modo) viene siendo comentada por intentar en sus notas algo de gracia, ironía y humor. Pero esta nota en particular no tendrá ni gracia, ni ironía, ni humor. Esta nota intentará nombrar lo casi innombrable, y esta cronista en particular considera de pésimo gusto todo tipo de humor desarrollado en base a víctimas, por lo cual se abstendrá de hacerlo. Y si bien no es mi intención generar estados paranoicos en los lectores (pido disculpas si esto ocurre), sí lo es el que estén atentos, no solo a su alrededor sino sobre todo a sí mismos y a sus propias reacciones.

POR QUÉ UNA NOTA SOBRE ESTO TAN FEO 

El abuso sexual infantil (conocido con la sigla ASI) es uno de esos temas que duelen, que lastiman los ojos y los oídos y al que todos intentamos (público en general, profesionales, y sobre todo víctimas y victimarios) dibujar rapidito para pasar a algún otro asunto menos insoportable.

Pero allí está. Y como todo aquello que no se ve, se expande muchísimo más rápido y llega muchísimo más lejos de lo que podemos imaginar. Como una plaga de cucarachas, que viste pasar una y no te quisiste hacer cargo, recién a la segunda pensaste en comprar insecticida pero en realidad ya tenías la casa llena de bichos, así el abuso sobre los niños es un fenómeno del que solo alcanzamos a visualizar, aisladas y cada tanto, ínfimas puntitas de iceberg.

El por qué ocurre esto tiene muchas respuestas, amplias, complejas y compuestas de múltiples factores; muchos de ellos muy más allá del alcance de esta nota que humildemente intenta aportar apenas un punto de vista.

Pasa que, en su mayoría, los mismísimos abusados no saben que lo son, o que lo fueron. “Abuso sexual” es un nombre arbitrario que le da la cultura a una vivencia que la gran mayoría de los que la sufren no son capaces de nombrar.

Es imprescindible aclarar, en este punto, que hay una enorme diferencia entre todos los miles de tipos de abusos que pueden producirse: no es lo mismo que un extraño ataque a un niño atemorizándolo y aprovechándose de su desamparo, que la situación en la que un familiar o amigo de la familia, alguien cercano, valorado y en quien el niño ha depositado su confianza, avance sobre su cuerpo provocándole reacciones y sensaciones desconocidas, atemorizantes u oscuras que el niño atribuirá sin dudas mucho más a su propia culpa que a la del adulto en quien confía y a quien ama. En toda la gama de vivencias intermedias entre estos dos extremos (familias negadoras, niños que denuncian y niños que ni siquiera se atreven a pensar que lo que está ocurriendo está mal aunque lo sientan —porque siempre lo sienten—, familias que denuncian cuidadosamente y otras que forman escándalos que ellas mismas no pueden manejar, y más y más de todo lo que hay por ahí), las palabras “abuso sexual” casi no existen en el vocabulario de las víctimas. No saben lo que es. Solo sufren y, en general, callan.

Es imposible sobrestimar la magnitud del daño que una experiencia semejante puede hacer al vulnerable cerebro en evolución de un niño. No solo vulnerará espectacularmente su autoestima y su autorrespeto, su sensación de ser dueño de sí y de su espacio vital; también vulnerará su noción de la confianza, del amor, y su percepción de sí mismo en el mundo. De qué manera y con qué gravedad lo hará, dependerán de las circunstancias que rodeen a la situación del abuso. Por supuesto y como en casi todo, cuanto más silencio haya alrededor, más profundo es probable que sea el daño (aunque esta regla, como todas, tiene excepciones: un niño humillado o expuesto descuidada u ofensivamente tampoco la tendrá muy fácil más adelante…).

La cantidad de adultos sobrevivientes de abuso sexual infantil es apabullante. Más allá de las improbables estadísticas, es asombroso darse cuenta de cuántas personas refieren a eventos de sus infancias minimizándolos o quitándoles importancia, personas que sufren sus vidas adultas bajo neurosis graves, adicciones y todo tipo de secuelas psicológicas, y a quienes ni remotamente se les ocurriría asociar sus problemas actuales con “aquella pavada” que ocurrió en su niñez.

Ocurre que, en su gran mayoría, los sobrevivientes desconocen la magnitud de las consecuencias que el abuso tiene en sus vidas. Una de las secuelas más fuertes del abuso sexual infantil es la desconexión de las propias emociones: lo que está ocurriendo en el momento del hecho es algo demasiado insoportable y sobre todo incomprensible como para que la víctima mantenga al mismo tiempo la conexión con lo que está sintiendo y la cordura. Hay que elegir entre una de las dos. Y en general, como los niños son sabios, suelen elegir la cordura; por lo cual la víctima se desconecta de lo que está sintiendo… y queda desconectada. Porque es así: esa conexión no es un interruptor que se acciona a voluntad. Cuando se corta, es muy difícil recuperarla. El dolor está, por supuesto, pero atribuido a otras fuentes: ya sea puesto afuera (culpando a cualquier excusa, persona o situación que se le cruce), o vuelto contra sí mismo (considerándose un ser defectuoso incapaz de vivir como alguien normal, generándose autolesiones, adicciones y trastornos de todo tipo). Si a esto le sumamos que quien perpetra el abuso es alguien cercano, alguien en quien el niño o la niña depositaron no solo confianza sino en muchos casos cariño, o autoridad, o simple miedo, el niño, que no tiene ninguna manera de decodificar lo que está ocurriendo, necesariamente tiene que deducir que quien está equivocado es él. Los niños tienen la manía (sigo sosteniendo que esta es una nota sin humor, pero esto último fue irónico) de creerles a los adultos y confiar en que ellos saben y entienden, sobre todo allí donde ellos mismos no saben ni logran entender. Por lo tanto, si ese adulto a cargo está haciendo algo que el niño vive mal, seguramente, desde el punto de vista del niño, es él mismo quien está equivocado. 



No hay palabras para nombrar el caos que semejante situación puede generar en la vulnerable cabecita en formación de un niño. No las hay, porque el abuso es eso: algo que carece de palabras para ser nombrado. Del orden de lo siniestro, el abuso sexual infantil es algo que deja mudas a las víctimas, ciegas a sus familias e impunes a la mayoría de los victimarios.

Es importante destacar que un abuso silenciado no ocurre en cualquier familia. Son ciertas dinámicas y no otras las que permiten que en su seno se desarrolle una situación semejante. Si bien no es el ánimo de esta nota elevar un dedo acusador ni generar culpas paralizantes, sí es importante entender que un hecho de estas características no puede sino ser un emergente de un sistema mayor, que excede al dúo víctima-victimario. Si un niño es mirado y registrado por su entorno, si el niño tiene claro que su cuerpo es su territorio personal, que no debe ni puede ser avasallado por cualquiera, y se siente defendido y respaldado por sus padres con quienes siente la confianza de expresarse cotidianamente, lo más lógico y previsible es que ante cualquier situación extraña que le toque vivir (a menos que esté secuestrado o amedrentado), recurra a sus padres. Si el niño es capaz de verbalizar lo que está ocurriendo aunque no lo entienda, si al menos es capaz de reconocer que eso no está bien y que sus padres estarían dispuestos a defenderlo, el trauma no será tan grande ocurra lo que ocurra. Por supuesto que si es tomado por la fuerza o con violencia o si la situación es desagradable, lo ocurrido será algo que el niño tendrá que procesar seguramente no sin dolor. Pero tiene muchas más chances de arrastrar menos secuelas en su vida adulta que si, como decíamos antes, cree que es algo natural que él merece y que no debiera estarle molestando.


QUÉ ES ABUSO Y QUÉ NO
La noción de “abuso sexual”, en el caso de un niño, es más convenientemente maleable que un pedacito de plastilina. Según quién, cuándo, el contexto, la cultura, la experiencia, la creencia, la situación emocional, el lugar en la cadena (víctima, victimario, familiar, testigo, profesional, público), se califica como abuso o no a una amplísima gama de conductas que pueden ir desde un “besito” en la boca hasta una violación. Y lamentablemente, para la amplísima mayoría y para el saber popular, lo que no constituye violación tampoco constituye abuso. 

Con esto no quiero decir en absoluto que todo contacto (incluido un beso en la boca, sin carga sexual y si el niño no lo siente como invasivo) pueda ser tildado de “abuso”. La verdad es que constituye abuso cualquier invasión de orden sexual del cuerpo del niño (o de su psiquis, también existe por supuesto el abuso psicológico) por parte de alguien cuya sexualidad no esté en su mismo nivel, y sin que el niño tenga manejo real de esa situación. Cualquier manifestación de carácter sexual (puede inclusive ser verbal sin llegar a una manifestación física) que supere la capacidad de procesamiento psíquico y sexual del niño, constituye un forzamiento sobre su desarrollo y por lo tanto, muy probablemente, un trauma serio. En la mayoría de los casos, muy serio. 

Lamentablemente, siempre que se menciona la idea de un “abuso” lo primero que se quiere saber son los detalles: ¿pero qué le hizo? O sea… ¿le hizo o no le hizo? Y en general, SOBRE TODO LA VÍCTIMA (aún en la adultez, diría que especialmente en la adultez) responde “no, abuso, abuso no, solo me tocó”… Como si, por ejemplo, que un hombre adulto con una sexualidad adulta (perversa pero adulta al fin) invada la sagradísima intimidad inmaculada de una niña con su mano, con su mirada o con sus palabras, no constituyera una invasión avasallante, una agresión encubierta o explícita y, sobre todo, algo que para la niña o el niño es prácticamente imposible de entender y procesar.

CÓMO SABER
Hasta hace pocos años, si uno quería saber acerca del abuso sexual, sus consecuencias y secuelas, y navegaba en las páginas de Internet en español, solo podía encontrar algunos artículos sueltos de psicoanalistas que opinaban y teorizaban al respecto, amén de noticias policiales, amarillistas o no. ¿Y las víctimas dónde estaban? ¿Por qué no aparecían? La razón era sencilla: las víctimas —y no me refiero a los niños sino a los adultos, esos niños freezados en la vivencia, escondidos en cuerpos y a veces hasta en identidades que no delataban sino muy sesgadamente aquello que fue—, seguían metidas bajo las sábanas, asustadas, temblorosas y sin entender. Ellas no escribían artículos sesudos sobre el abuso sexual. Ellas ni siquiera sabían que eran ellas. Ellas seguían sin entender qué pasó.

Si bien muchísimas víctimas siguen en ese mismo lugar, un gran cambio se produjo el día en que Joan Montané, un catalán valiente y emprendedor como pocos, decidió crear el “Forogam”, un foro anónimo de ayuda mutua en la web que existe hasta hoy en día http://forogam.foroactivo.com/ (o bien el contacto forogam@gmail.com) donde adultos abusados en la infancia se ayudaban mutuamente, compartiendo vivencias y descubriendo con asombro, conmoción y una mezcla de dolor y alivio que su emocionalidad, hasta ese momento aparentemente única en su especie, era compartida por muchísimos otros que también se sentían criaturas extraterrestres e inexplicables. Y esto porque la vivencia de un adulto sobreviviente de abuso sexual infantil es específica, particular, como un raro tipo de enfermedad que tiene síntomas muy claros y únicos, que solo otra víctima de la misma enfermedad puede entender. Todos, casi sin excepción, se sienten incomprendidos por el resto del mundo. Todos, casi sin excepción, no logran encontrar explicación ni palabras para lo que sienten, para la forma en la que transitan su dificultosa adultez, su identidad y sus vínculos, por no hablar específicamente de su sexualidad. Todos, casi sin excepción, quedan asombrados hasta el paroxismo cuando descubren que su “enfermedad” tiene un nombre, una explicación… y síntomas compartidos por toda una comunidad. 

Obra colosal la de Joan Montané el crear el Forogam, y que dio lugar a una cantidad de otras asociaciones y manifestaciones de sobrevivientes de abuso que de pronto empezaron a hacerse sonar (ejemplo de una muy activa es ASPASI, la asociación española con sede en Madrid http://aspasi.wordpress.com). Obra colosal, decía,  teniendo en cuenta que dentro de este campo, la psicología suele adolecer de una imprescindible humildad: hay que saber mucho, pero mucho, acerca de este tema en particular, para poder intervenir y ayudar con eficacia. La mayoría de los psicólogos y psicoanalistas creen saber mucho más de lo que saben al respecto, y aplican a este mal específico las recetas generales que aplican a cualquier otro mal. Ocurre que este mal no responde a las mismas leyes que otros, y en general las terapias que no contemplan su especificidad suelen fracasar estrepitosamente, aumentando así el número de fracasos emocionales en la historia de los pocos sobrevivientes de abuso que se animan a pedir ayuda. 

Por lo general, lo que mejor funciona para el trabajo con sobrevivientes de ASI son los grupos de pares, cosa no muy fácil de encontrar en Argentina (aunque probablemente los haya si se busca), pero que empieza a proliferar en España y que abunda en los Estados Unidos. Hoy parece también abundar la literatura al respecto, aunque sigue siendo mucho más la de orden clínico que la centrada en el punto de vista de las víctimas.

Entre la literatura que conozco, me atrevo a recomendar “El coraje de sanar”, de editorial Urano, gran obra de Ellen Bass y Laura Davies (ambas sobrevivientes de ASI y expertas trabajadoras con víctimas), una biblia para los sobrevivientes, sus parejas y sus familias, literatura imprescindible sobre el tema si las hay. Lamentablemente hasta hace poco se encontraba fuera de catálogo, aunque ahora parece posible conseguirlo por Internet. También circula entre los entendidos en fotocopias tachadas, rayadas, sufridas… Este libro, enorme en tamaño y en sabiduría, tiene toda la apariencia de un libro de autoayuda y podría decirse que lo es en el sentido más literal de la palabra: no solo pone palabras a lo innombrable sino que está además poblado de ejercicios muy útiles para el trabajo personal e íntimo que necesariamente debe llevar a cabo cualquier persona que se haya identificado a sí mismo como parte de esta población. 

También está el valiente “Cuando estuvimos muertos”, libro autobiográfico de Joan Montané editado en España, en el que habla de su experiencia como víctima, su otro libro “Los niños que dejaron de soñar” y su página web, http://www.jmontane.es/, donde hay también links de todo tipo y muchísima información.







¿Y QUÉ SE HACE?
Reconectar los cables cortados no solo es difícil sino también muy doloroso. Encontrar la verdadera fuente del dolor implica vivenciarlo en toda su intensidad, al menos al principio del proceso. En algunos casos, esto es casi enloquecedor. Sin embargo, el que la víctima se reconozca como tal —lo cual suele producir un quiebre psicológico tan importante en el nivel de la identidad que en muchos casos se vuelve imposible hacerlo— parece imprescindible como punto de partida para empezar un proceso de sanación. 

El reconocer la importancia que el o los incidentes —la negación y la antigüedad hacen que no siempre sea fácil recordar exactamente cuántos, cómo, cuándo fueron— tuvieron en la vida de la persona, informarse sobre las secuelas más comunes y por lo tanto salir de la categoría de “extraterrestre incomprensible” en la que la mayoría de las víctimas se van autocatalogando a lo largo de su vida; y conectarse con otros que han sobrevivido parecen los pasos más lógicos después del primero.

Pero el cuento sigue difícil también después de esta durísima revelación. El quiebre psicológico que significa reconocerse como víctima suele generar en la persona la más amplia gama de reacciones, no todas “civilizadas” ni bajo control, que por lo general causan shock o rechazo en su alrededor (ya dijimos que se trata de un tema al que la mayoría de las personas, por una razón u otra, prefiere no mirar). No es poco frecuente que después de tanto tiempo de negación se produzca una especie de reivindicación compulsiva que el resto de la sociedad, incómoda y confrontada, rechace tildándola de “autovictimización”. Y es lógico: el abuso infantil no solo es algo espantoso, es sobre todo algo con lo que la mayoría de la gente no sabe qué hacer. Aún con la mejor de las intenciones, la mayoría no sabe qué decir, cómo ayudar, cómo mirar.

Y entonces se vuelve lo más común del mundo que, después del colosal esfuerzo de la víctima por reconocerse como tal y presentarse así ante el mundo, el mundo en respuesta le acaricie la cabeza y le explique paternalmente —le ruegue, en realidad— que listo, ya lo dijo, ahora ya puede —y debería— dejarlo atrás. Y la víctima queda así sola, después de haber pegado el grito que se abrió paso desde el centro de la tierra hasta su boca, parada en el desierto sin que nadie la haya escuchado. También es común que entonces el resto del mundo le responda “ya te escuchamos, listo, no lo digas más”. Y la víctima entonces alternará entre el regreso al silencio tratando de seguir como hasta ahora (es decir, revictimizada), y la necesidad de ser escuchada y registrada y por lo tanto de volver y volver a hablar… muy probablemente de forma compulsiva, y muy probablemente siendo más y más rechazada, por sí misma y por los demás. Quien quiera conocer más sobre este proceso circular, doloroso y compulsivo, no debiera perderse la enorme película danesa “La celebración” (Festen, de Thomas Vinterberg), terrible retrato de este tipo de situaciones.

 (En tren de mencionar películas, no puedo dejar afuera “Belle de jour”, del gran Luis Buñuel, aunque las alusiones al tema en este caso son infinitamente más sutiles y por eso mismo más penetrantes; e, imprescindible si las hay, “Magnolia”, de Paul Thomas Anderson, película sanadora en sí misma que explora todo tipo de abusos sobre los niños, sean sexuales, afectivos o morales).

En cuanto a las familias, ya sea de un niño que fue o da signos de haber sido abusado o de un adulto que en determinado momento se reconoce como tal, si están dispuestas a enfrentar el problema e intentar colaborar, es muy importante que no minimicen el tema (ya la víctima se encargó de minimizarlo durante la mayor parte de su vida), que le den el espacio que la persona manifieste necesitar (aunque esto llegue a ser muy duro, ya que puede incluir acusaciones, demandas y descontroles varios por parte de la desestabilizada víctima) y que estén dispuestos a reconocer su parte de responsabilidad, ya que, tal como lo dije anteriormente, un abuso sexual infantil, especialmente si es silenciado, forma parte de una dinámica familiar que excede, por lejos, la problemática de solo uno o dos de sus miembros.

En cuanto a la contraparte, el victimario… esta cronista se abstiene a hablar, por absoluta y completa ignorancia. Si bien estadísticamente se sabe que la mayoría de los abusadores han sido a su vez abusados (lo cual no los exculpa, no toda víctima se convierte luego en victimario), me resulta imposible comprender a un adulto que se erotiza con el cuerpo y la sexualidad no desarrollados de un niño, o con la superioridad y el poder que la situación le otorga, o con el goce de humillar a quien no puede defenderse. Debe haber muchísima literatura psicológica que ayude a comprender este fenómeno… pero no es ámbito de esta nota investigarlo, porque ésta es una nota sobre víctimas, y sobre quienes las aman y las quieren ayudar.

ENTONCES

Ya sea que el abusador haya sido a su vez abusado, ya sea que el abusador no forme parte de la familia pero que haya existido una dinámica que permitió que el abuso se produjera o que se silenciara, ya sea que todos hayan puesto su mejor voluntad pero las cosas por alguna razón hayan salido mal…

El punto es que en algún lugar debe cortarse la cadena. Alguno de los eslabones tiene que parar, mirarse al espejo, reconocer el daño y, como quien recibió último una papa caliente de una larga fila de manos llagadas, tolerar ese calor y retener la papa hasta que se enfríe.



Según cuál sea su posición en la cadena (una vez más, aún al público aparentemente “no involucrado” le cabe colaborar con la cadena de enfrentamiento o negación), quien tenga esta papa hirviendo en su mano deberá ver cuál es su forma de enfriarla sin soltarla, ignorarla o arrojarla contra la cabeza de quien ande cerca suyo.

Si se trata de un profesional a quien de pronto le toca enfrentar a un paciente con esta problemática sin haberse formado especialmente en el tema, será su responsabilidad consultar, formarse, informarse o derivar. Pero sobre todo, y muy especialmente, ESCUCHAR Y VALIDAR.

Existe la creencia, que muchos psicoanalistas se encargan de explicitar, de que “da igual” si los hechos fueron reales o no, siempre y cuando para la psiquis del paciente lo sean. Es decir, no importa si la persona fue o no abusada en los hechos, lo que importa es si la persona cree que lo fue. Carezco de conocimientos para discutir esta afirmación desde lo teórico, pero sí puedo afirmar el daño inmenso que en la práctica produce la explicitación de semejante hipótesis ante alguien que está descubriéndose como víctima (y que, como muchísimos de los que pasan por ello, duda de sí mismo y de sus recuerdos). El manifestarle que “da igual” que haya ocurrido o no, aunque tenga la intención de transmitirle a la persona que lo único que importa es su realidad psíquica, alimenta una vez más la autodesvalorización y la duda sobre sí mismo, sus recuerdos y sus derechos. ¿Da igual que a una persona la atropellen, vulneren su espacio y sus derechos, que qué no sea así? ¿Da igual que se lo hayan hecho o que se lo haya imaginado? ¿Su REALIDAD, sus recuerdos, su cuerpo no tienen valor? Es un mensaje que revictimiza a la víctima y que vuelve a hundirla en las dudas, en el miedo y en la oscuridad.

Si se trata de la familia en la que de pronto un miembro surge con una revelación semejante, como dijimos anteriormente, el sistema familiar (si realmente desea ayudarlo y hacerse cargo de lo que le toca, cosa no muy habitual pero que en algunos afortunados casos ocurre) tendrá que encontrar la forma de escuchar y escucharse tolerando el horror de hacerlo, la dificultad de ayudar, lo duro de enfrentar la propia responsabilidad en el asunto y la impotencia de lo irremediable, con el imprescindible optimismo que exige la voluntad de reparación.

Y si se trata de alguien que empieza, lenta o bruscamente, como una intuición o como un grito atroz, a descubrirse como víctima… Si alguien ya en su adultez empieza a sospechar, a temer, a perturbarse intuyendo que aquello sepultado en el rincón del olvido, de lo onírico o de lo minimizado, tiene algo que ver con sus dificultades actuales para construir una vida satisfactoria… Esa persona tendrá —si le alcanzan los recursos internos y el valor— que hacer el arduo recorrido de sentir el dolor, reconocerse a sí mismo como víctima, como NO CULPABLE de lo que le ocurrió, como alguien que simplemente no tuvo opción. Y, de ser posible, una vez reconocida esta realidad y atravesado el dolor que ella implica, empezar a caminar… al ritmo que sus pasos zozobrantes y temerosos le permitan… uno tras otro… inventándose respuestas, inventándose recursos… empezando a respetar las necesidades que su proceso único y personal le imponga… hacia una vida de salud, de amor y de reparación.

De eso se trata el proceso: de primero ser capaz de la enorme y dolorosa revolución que implica reconocerse como víctima de abuso sexual infantil para luego, RECIÉN LUEGO (y esto puede tomar mucho tiempo, muchos años) empezar a salir con los propios pies, temblorosos, temerosos o seguros pero propios, de ese espantoso lugar.

Para leer y ver un poco más:

- Documental “Infancia rota” http://www.youtube.com/watch?v=Qub9gKZseFA
- Anoche hablé con la luna (Alfredo Gómez Cerdá)
http://www.leergratis.com/libros/anoche-hable-con-la-luna-alfredo-gomez-cerda.html
- ¡Estela, grita muy fuerte! (Isabel Olid)
http://blog.mamasybebes.com/estela-grita-muy-fuerte-cuento-infantil-contra-los-abusos-sexuales-a-escolares.html
- Conversaciones con un pederasta (Hammel Zabin)
http://laeleganciadelaspalabras.blogspot.com.es/2011/11/libro-recomendado-conversaciones-con-un.html
- La primera vez tenía seis años (Isabelle Aubry)
http://www.rocaeditorial.com/catalogo/la-primera-vez-tenia-seis-anos-679.htm


Nota publicada en pisotrece.com.ar

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