(por Ana Goldenberg)
“Cuando me veo como parte de un proceso, advierto que no puede haber un sistema cerrado de creencias ni un conjunto de principios inamovibles a los cuales atenerse. La vida es orientada por una comprensión e interpretación de mi experiencia constantemente cambiante”.
“Cuando me veo como parte de un proceso, advierto que no puede haber un sistema cerrado de creencias ni un conjunto de principios inamovibles a los cuales atenerse. La vida es orientada por una comprensión e interpretación de mi experiencia constantemente cambiante”.
Carl
Rogers
Olivia tiene un año. Yo tengo cuarenta
y tres.
Lo malo de ser una madre vieja, además
de los dolores lumbares y la poca resistencia al mal sueño, es que una tuvo
muuucho tiempo antes, no solo para vivir la vida sin esclavitudes ni apegos ni
miedos tan enormes… sino también para pensar, opinar y por qué no, juzgar
lo que veía a su alrededor acerca de la crianza de los niños. Qué mal lo hacían
todos, empezando por los propios padres. Y nuestras amigas, la señora que iba
con ese chico por la calle y la vecina con su bebita también.
Flagelos tales como exigirle al niño
más de lo que puede, depositarle expectativas e inseguridades propias y –Dios
nos guarde– repetir errores de papá y mamá, eran cosas que no le
ocurrirían a una. Porque una estaba prevenida. Una había observado y había
pensado. Total… no estaba ocupada criando a un bebé.
Y después viene la criatura.
Cuando Olivia cumplió quince
días, yo ya había cometido, magnificadas, la gran mayoría de las
barbaridades que le había criticado a mi mamá. Es decir, lo que mi madre tardó
cuarenta y dos años en perpetrar, a mí me tomó apenas dos semanas.
Ciertamente parir como si se estuviera enferma, en una institución, rodeada de desconocidos y en una camilla inmovilizante, reconozcamos, poco ayuda a lo que en nosotras mujeres queda de instintivo, de animal, de lo que fuera que se supone que debemos saber. Pero esa es parte de otra historia: la de cómo un acto que implica exactamente las mismas hormonas que su antecesor se convierte en su opuesto. O en castellano: que al compartir la misma fisiología, el acto de parir debería ser lo más cercano que conocemos al acto de concebir: intimidad, encuentro, placer. Pero repito, esa es otra historia.
Volvamos a Olivia y yo, que nos encontramos en un quirófano frío a la una y media de la mañana. Del instinto que se supone me condujo hasta ese momento... yo, ni noticias.
Ciertamente parir como si se estuviera enferma, en una institución, rodeada de desconocidos y en una camilla inmovilizante, reconozcamos, poco ayuda a lo que en nosotras mujeres queda de instintivo, de animal, de lo que fuera que se supone que debemos saber. Pero esa es parte de otra historia: la de cómo un acto que implica exactamente las mismas hormonas que su antecesor se convierte en su opuesto. O en castellano: que al compartir la misma fisiología, el acto de parir debería ser lo más cercano que conocemos al acto de concebir: intimidad, encuentro, placer. Pero repito, esa es otra historia.
Volvamos a Olivia y yo, que nos encontramos en un quirófano frío a la una y media de la mañana. Del instinto que se supone me condujo hasta ese momento... yo, ni noticias.
Entonces empecé a leer desesperadamente
(en los minutos que Olivia me dejaba libres entre calmarle el llanto,
amamantarla, dormirla, cambiarle los pañales, volver a calmarle el llanto y
tratar de sobrevivir yo misma sin tomar un antipsicótico) todo tipo de
literatura sobre crianza buscando una pista, un dato, ALGO que me explicara qué
hacer con ese bichito hermoso e incomprensible que se acurrucaba en mi pecho
en forma de ranita.
Entre todo lo que leí estaba la
literatura del pediatra español Carlos González, a quien el padre de Olivia
acusa de “enviado y controlado por la mafia infantil” ya que está a
favor de todo lo que el bebé pida: tomar la teta ciento cincuenta y ocho veces
por noche, dejar de trabajar para dedicarse sólo al niño, que coma si quiere y
si no, no, que duerma en la cama de sus padres mientras le plazca... En definitiva, que sea el niño el que según sus necesidades, vaya marcando los ritmos. TODOS los ritmos.
González
intenta contrarrestar la dureza del Dr. Estivill, autor del traumático “Duérmete
Niño” (algo así como “Cúrtete, niño”) y que vendría a ser una especie de
entrenamiento militar del bebé: tiene que aprender a dormir solo, en su cuarto,
de tal a tal hora, y de tal y tal manera. Y que llore. Y así a comer. Y así a
todo. Por supuesto, estas son reducciones salvajes y antojadizas de teorías y
métodos más desarrollados, pero que en definitiva proponen más o menos lo que
acabo de relatar. Gracias al cielo también están las Guías Inútiles Para Madres
Primerizas (volúmenes 1 y 2), de Ingrid Beck y Paula
Rodríguez, que todo lo relativizan y de todo (o casi) se ríen.
También, cómo no mencionarlas, existe
un ejército de mujeres profesionales, vocacionales y ambas, que intentan contrarrestar
la perdida de sabiduría de la tribu apoyando a sus congéneres, acompañándolas a parir a veces en sus casas y otras veces en las situaciones más hostiles, a veces apenas compartiendo una mirada, visitándolas en
horarios imposibles (un sábado a las once de la noche por “emergencia de
lactancia”, por ejemplo), juntándolas en grupos, atendiéndolas por teléfono aún
sin conocerlas y tratando de ayudar como saben, pueden o creen. El problema es
que entre ellas tampoco están de acuerdo: unas piensan una cosa y otras otra,
otras algo parecido y otras simplemente te abrazan hasta que te sientas mejor.
Mujeres enormes, madrazas o compañeras, que ostentan títulos como “doula”,
“puericultora”, “especialista en crianza” o simplemente vocacionales del
acompañamiento y la ayuda que no quieren o sienten que no deben dejarte sola.
Entre ellas están (en Buenos Aires) las enormes Melina Bronfman, Roxana González, Graciela Scolamieri, Laura
Krochik, Violeta Vázquez, Paula Chaqui... todas acreedoras, cada
una en su medida, de un buen pedacito de la enorme sonrisa de Olivia. Pero de
pedacitos diferentes que la madre (yo) fue juntando como pudo, como encontró,
como le salió.
Entonces allí estamos: la pequeña
creación que una apenas puede reconocer como propia de tan parte de una que la
está sintiendo, y una. Cara a cara. Berrido a berrido. Esos ojos que son pura
pregunta, y una sin ninguna respuesta que clasifique como “posta”. ¿La levanto
o no la levanto? ¿Cuánta teta le doy? Y más tarde, ¿la obligo a comer ahora que
no quiere y le niego la comida después? ¿O mejor le doy de almorzar a las cinco
de la tarde porque me lo está pidiendo y si tiene hambre a las dos de la mañana
me levanto y le caliento la vitina con quesito?
Cuando el bebé es chiquito, todos
hablan del instinto maternal. Que si lo tenés, que si la cesárea o la sociedad
de consumo te lo enajenaron, que si tiene razón la doula o el pediatra. Cuando
ya es un poco más grande, es peor aún: qué pensás enseñarle que es la vida.
Porque es eso lo que está en juego, y nada menos: lo que vos hagas con las
necesidades, demandas y emociones de esa criatura, es lo que ella va a aprender
que es la vida. Tranqui, no te sientas presionada, ¿eh? Vos relajá.
Y una, madre perdida entre la presión,
el instinto, el enorme deseo de hacer feliz a esa maravilla que le cayó entre
los brazos y los infinitos autores intermedios entre González y Estivill,
se desespera buscando alguna verdad en la que pueda confiar. Y termina
descubriendo, como siempre, que la única verdad en la que se puede confiar es…
que no las hay.
En medio de toda esta confusión de
hormonas, teorías y juicios, me encuentro con que ya no creo en muchas de las
cosas en las que creía, con que muchas de las que no creía… bueno, por ahí no
están tan mal, y que si tengo que buscar algo de qué agarrarme, una vez más
aparece el Enfoque Centrado en la Persona de Carl Rogers,
sentadito en la primera fila y sonriéndome con su infinita calidez.
RECAPITULANDO:
En una nota anterior, hablamos de las
tres condiciones básicas que el enfoque rogeriano considera imprescindibles
para potenciar lo mejor de una persona. Empecemos por donde empecemos, las
mismas tres parecen saludables a la hora de enfrentar los ojitos limpios,
pestañudos y preguntones de la hermosa Olivia.
ACEPTACIÓN POSITIVA INCONDICIONAL
Olivia es una niña que ya tiene las
cosas muy claras: quiere esto y esto no. Y su expresión de disgusto es
severamente riesgosa para la audición de quien ande a menos de cien metros de
distancia. Cuando la bella se molesta, sangran los tímpanos de todo el
vecindario.
También hace una cantidad de cosas que
resultan, digamos, inconvenientes: intenta barrer con la escoba que le golpea
la cabeza con el palo (¿se lo imaginan?); se trepa al sofá y quiere bajar
caminando, y en este mismo instante lucha por arrebatarme la computadora.
Ahora explíquenme cómo se hace para aplicar esto de la aceptación positiva
incondicional en vez de atarla a la cama hasta terminar de escribir.
Bueno, según Rogers, esta aceptación
positiva nada tiene que ver con aprobar ni permitir cualquier cosa que
manifieste el sujeto (en este caso, la sujetita). Si Olivia odia irse a dormir
y por eso grita como si fuera una sirena policial, yo no tengo por qué aceptar
que se quede despierta hasta las cinco de la mañana ni que me perfore el tímpano. Pero eso no
significa que condene el hecho de que ella se sienta así.
Discriminar la conducta, el sentimiento
y el JUICIO SOBRE AMBOS es algo tan fundamental como
desafiante. Porque la verdad es que al decimoquinto grito uno la quiere matar,
y punto.
O sea que mientras intento, como sea,
pueda y la viveza criolla me aconseje, hacer que la criatura logre
conciliar el sueño, trataré de que no sienta que la estoy juzgando por sentirse
frustrada y enojada, solo que tendrá que procesar ese sentimiento y dormirse de
una maldita vez.
Es importante que yo misma tenga
presente que Olivia tiene derecho a sentir rabia porque tiene derecho a
sentir lo que quiera, porque sus sentimientos son suyos, y que
tiene derecho también a manifestar lo que siente siempre y cuando no sea de una
forma destructiva. Esto significa también que, tal como lo explica Dorothy Corkille
Briggs en su hermoso libro “El Niño Feliz”, intentaré proporcionarle
medios saludables, constructivos e inofensivos para descargar su ira, su
frustración o aquello que esté sintiendo, sin juzgar, opinar ni mucho menos
condenar los contenidos de lo que exprese.
Aceptación positiva incondicional es entonces entender a tu hijo no
como un animalito al que hay que domesticar enseñándole qué es bueno sentir y
qué no, sino como alguien cuyo derecho a la individualidad y a la experiencia
subjetiva hay que respetar y cuidar; enseñándole qué conductas son viables y
cuáles no para procesar su propia vivencia.
EMPATÍA
A diferencia de lo que comúnmente se
entiende por simpatía, la empatía rogeriana no se refiere a proyectar mis
sentimientos, por buenos que sean, sobre la vivencia del otro (desear que se
sienta mejor, pensar cómo ayudarlo, juzgar si tiene o no motivos para sentir lo
que siente, etc.) sino de ponermeliteralmente en sus zapatos por un
rato, mirar el paisaje tal como se ve desde su ventana, y de alguna forma
comunicarle que lo veo.
Esto presupone el
reconocimiento de la existencia del otro como individuo separado, cuyos
sentimientos, emociones y formas de vivenciar el mundo son únicos, particulares
y solo pueden medirse bajo su propio parámetro.
¿Por qué es importante la empatía?
Porque el de la vida es un viaje incierto y difícil, en el que estamos solos y
a veces muy desorientados. Porque nuestro mapa es único e irrepetible, y nadie
puede darnos la ruta segura para nuestro trayecto personal. Y necesitamos el
alivio de sentir que alguien puede, si no darnos la respuesta, al menos
comprender nuestra pregunta. Necesitamos de la intimidad psicológica que genera
el saber que hay alguien capaz de tomar la mano de nuestra alma y acompañarnos
en un pedacito del viaje. Dice Dorothy Corkille Briggs: “La empatía significa
que otra persona ha penetrado en nuestro mundo”.
Nadie necesita sentirse más comprendido
y acompañado en el intenso y aventurado camino de descifrar este mundo y el
propio mundo interior que un niño. Y por alguna razón, por varias razones en
realidad, con nadie es más difícil ser empático que con los propios hijos.
El hijo, ese pedacito de uno mismo que
tiene en vilo nuestro corazón, nuestra alma, nuestro sueño (literalmente,
nuestras pocas y valiosísimas horas de sueño) y nuestra salud mental, es lo más
difícil de reconocer como un otro separado de uno después de la simbiosis que
tuvimos en la adolescencia con nuestra mejor amiga o con nuestro novio.
No hay nada, nadie, ninguna cosa con vida o sin ella que sea objeto más
directo de todas nuestras proyecciones, prejuicios, complejos, miedos,
experiencias y más y más etcéteras que la criatura que acabamos de depositar
sobre el planeta.
Lo que yo creo que debiera ser un niño
de cinco años o una pesadilla de catorce (no, no soy prejuiciosa, soy
realista), está necesariamente atravesado por lo que yo fui a esa edad. Ya sea
que crea que debe ser como fui yo, o lo contrario, o lo que mis padres creyeron
que debía ser, o lo que quise ser y no logré… ¿Cómo hago para ver, a través de
tanta niebla de emociones, ideas, recuerdos, represiones, olvidos, al
pichón de ser humano que se desarrolla frente a mí, que no soy yo y que tiene
todo un universo propio en el que yo soy sólo un factor?
También está todo lo que entendemos
como “experiencia” o “madurez”: aquello que creemos que sabemos. Lo que
aprendimos a lo largo de nuestro esforzado camino para ser quienes somos.
NOSOTROS. Quienes somos nosotros. No ellos. Y esto sumado a los
valores que tenemos hoy, gente grande que tiene que llegar a fin de mes,
desarrollarse profesionalmente, cocinar para la cena… y criar a un niño.
Cuando Olivia grita de frustración
porque no logra atravesar la pared empujando una silla, yo tengo dos opciones:
o trato de explicarle que no vale la pena ponerse tan mal por eso (ya sea
desde la “madurez” de saber que la pared no se puede atravesar o desde mi
propia visión de que “para qué querría hacerlo”), o trato de comprender lo que
ella está sintiendo, del modo en que lo está sintiendo… que probablemente no
sea exactamente lo que sentí yo cuando me pasó a mí a su edad, porque Olivia es
más cabeza dura que yo, o tiene más deseo, o tal vez más fuerza y sabe que si
empuja un poquito más va a lograr romper la pared. Es
decir, la empatía significaría entender que Olivia tiene su propia
forma de vivir lo que está viviendo, y desde allí tratar de ayudarla
a resolver su frustración sin imponerle mi experiencia como niña ni mis
conceptos de adulta.
CONGRUENCIA
La congruencia, dijimos en una nota
anterior, refiere a una correcta representación en la conciencia de aquello que
uno está sintiendo; es decir, no creer que uno tiene frío cuando tiene calor. Y
esta representación es fundamental para que el motorcito que nos conduce hacia nuestro
propio crecimiento pueda funcionar adecuadamente. O sea, para que seamos
medianamente felices.
Si Olivia enloquece de furia porque
odia ir sentada en su cochecito y yo trato de convencerla de que ir en el
cochecito le encanta, la estoy estafando. Claro que necesito que ella se siente
en su cochecito porque mi brazo no resiste llevarla a la plaza a upa ni
una sola vez más, pero a ella NO LE GUSTA ir en el cochecito.
Y estos son dos hechos separados. Como yo soy su mamá, es decir su principal referente,
espejo y traductor del mundo y de sí misma, Olivia tiende a creer de manera
sorprendentemente literal en las cosas que yo le digo (por lo menos hasta su
adolescencia, que entiendo comienza actualmente alrededor de los nueve años…).
Si le digo que es cabeza dura, lo más probable es que me crea. Si le digo que
es inteligente, linda o malvada, me va a creer. Y si le digo que lo que le
gusta lo que en realidad no le gusta… probablemente me crea también. Lo cual no
significa que su experiencia vaya a cambiar, sino simplemente que la va a
traducir de manera distorsionada: cuando se sienta mal con respecto a algo,
pensará que eso es sentirse bien. Que eso le gusta. Listo, le estoy haciendo un
favor genial.
Claro que es más complicado el camino
de reconocer “vos odiás ir en el cochecito y yo te voy a imponer que lo hagasl”. Pero la verdad es esa, y la verdad es algo muy valioso para una
cabecita en formación, ya que la percepción excede las palabras y cuando algo
hace ruido pero no es nombrado, genera bastante confusión, por decir poco.
El problema, una vez más, somos nosotros mismos: si yo no
soy capaz de reconocer adecuadamente y aceptar mis propios sentimientos,
difícilmente podré hacer lo mismo con los de Olivia. Es decir, si no puedo
tener un funcionamiento congruente (lo cual implica, por ejemplo,
reconocer a pesar de la culpa que hay momentos en que quisiera dejarla
encerrada en casa y salir corriendo, y aceptar y procesar también que no puedo
hacerlo a pesar de lo que siento), tampoco puedo favorecerlo en ella.
CONCLUSIÓN:
Si creo que el enfoque rogeriano es el
camino hacia la autoaceptación, el autorrespeto y el desarrollo del potencial
de mi hermosísima Olivia (¿ya les dije que es hermosa?), es imprescindible que
yo misma busque la forma, como madre, de revisar mi propia historia, de
comprender mínimamente mis emociones actuales y de aceptarlas.
Si no soy capaz de aceptar las
emociones de Olivia, ella también aprenderá a rechazarlas. Y si no soy capaz de
aceptar las mías, difícilmente podré aceptar las de ella.
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